martes, octubre 19, 2010

La huella indivisible

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Uno a uno fueron saliendo de la casa. Sentían tal pesadez de espíritu que hundieron el suelo dejando las huellas de sus enormes pies a su paso. No dijeron adiós pues sabían de mi costumbre de evitar las despedidas. El más pequeño, cuyo tamaño estaba entre el índice de mi mano y el índice de un manual para montar paracaídas, miró hacia atrás un segundo. Su compañero apresuró un movimiento de la trompa para que girase la cabeza de nuevo. Yo ni siquiera lo miré. Era incapaz de hacerlo.

Y la casa se llenó de vacíos. Las paredes ya no eran lo mismo. Pensé en pintarlas de color, sólo por llenarlas de alguna manera.

No quise saber a dónde se habían ido todos los elefantes blancos. Eso sólo ayudaría a poder especular sobre si estarían felices en su nuevo lugar. Decidí cubrir el suelo de alfombras y moquetas y sólo en las noches de verano, cuando volvía a casa y caminaba descalza, recordaba que, bajo aquella capa de protección, latían con mis pasos las huellas de los oscuros elefantes blancos y comencé a pensar si no hubiese sido mejor haber tenido una despedida gris. Pero, no me arrepentí, no. No me arrepentí.

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