sábado, octubre 30, 2010

11 de abril de 2007

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Querido Vonnegut:

Dejar que se fuesen todos los elefantes blancos sin mover un solo dedo era aceptar que no querían estar aquí, a pesar de mis ganas, de que pensaba que si los dejaba libres estarían bien y se quedarían. Aceptar que no soy responsable de los sentimientos de otros y que, aunque sí lo soy de los míos propios, no puedo elegir si echar o no de menos a los elefantes blancos.

Ellos tienen una naturaleza que tiende a las casas oscuras y en esta casa hay mucha luz ahora, amigo Kurt, muchísima. He pensado en las tendencias de cada uno, en los patrones que seguimos y que nos llevan a lugares que quizás no sean los que queremos. Quiero manzanas pero tiendo a comer fresas que después me dan alergia. Tú sabes a qué me refiero.

He vuelto a leer la última carta que le escribiste a Miller y estoy de acuerdo con tus contemplaciones sobre la escuela. Pero no creo que sea algo que implique una gran dificultad, requiere más bien, constancia. Aquí la escuela, (y me atrevo a llamarla así como me atrevo a llamar a las cosas por su nombre sin necesidad de ampararme en lo que digan los periódicos); la escuela ha crecido. Al mirar ahora a los que forman parte de ella, siento que han estado siempre aquí pero sé perfectamente que no es así. También tengo dudas de que todos ellos continúen para siempre en ella.

¿Qué viene siendo ''para siempre''? Creo que tiene que ver con la seguridad de poner la mano sobre el vientre. Mientras tengas manos y un ombligo, podrás tocar el egocentrismo, ¿es eso para siempre? Supongo que lo es en la medida de lo posible. En la medida de los años que estaremos en esta vida, en la posibilidad de tener manos y ombligo.

Claro que son éstas el tipo de gilipolleces que un escritor escribe a un amigo, también a un cronista o a un filósofo, incluso a un farmaceútico o a una futura diseñadora. Quizás incluso a un creativo, algún día. Pero yo estaba hablándote de oscuros elefantes blancos.

Ayer entró un hombre en E.C. seguido de 18 elefantes blancos metidos en una botella de champán, llevaba una nota en la mano con mi nombre. Al principio pensé que me estaban gastando una broma pesada, nunca mejor dicho. Pero, luego supe que esos no eran los elefantes que se habían marchado semanas atrás. Supe que pertenecían a alguien de la escuela, lo adiviné al ver la rebeldía que contenía aquella nota. De hecho, supe que la escuela existía en aquel preciso momento.

Ahora no tengo más remedio que escribir sobre elefantes blancos, aunque sean grises, a pesar de ser champán o incluso si son de un rojo intenso capaz de alegrarle la vida a cualquiera. Porque si algún día dejo de escribir sobre mis propios elefantes, sin afán de posesiones, ni seré escritora ni seré nada que merezca esos 18 elefantes metidos en una botella de champán.

Saludos cordiales,

Sora.


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