El psiquiátrico y la Facultad de Bellas Artes de Granada comparten una pared. A veces, los locos visitan la cafetería o pintan rayuelas en el suelo. Alejandro está sentado en una mesa de metal de patas finas, gris y blanca. Carlos lo mira demasiado ensimismado como para percatarse de la genialidad que tiene enfrente.
Leopoldo María Panero tampoco se da cuenta. Está apoyado en la pared como si existiera una silla invisible que le sostiene las piernas. A su lado hay una chica en el último estado de la anorexia. Fuman un cigarro a medias. Alejandro mira a Leopoldo desde la mesa y tiembla. No puede creer que esté allí uno de sus autores fetiche.
Carlos sigue hablando del amor y otras obras de arte, pero Alejandro deja de escuchar. Sólo puede pensar en si sus piernas le responderán. Les da la orden de levantar su cuerpo y se sorprende al no encontrar contradicción. Alejandro se acerca a Leopoldo y le pide fuego. El poeta loco no lo mira, estira el brazo, hace girar la rueda de metal y la chispa se refleja en los ojos de Ale. Sin apartar la mirada del suelo, Leopoldo retira la mano y, con ella, el mechero.
Alejandro se da la vuelta para intentar regresar a la conversación de la mesa pero sus piernas se lo impiden esta vez. Tropieza. Cae al suelo. El cigarrillo le quema la mano. Las gafas se arañan una vez más y, sin ellas, es incapaz de ver con claridad la cara de Leopoldo. Sin embargo, de repente, en ese cruce de miradas, el poeta loco tiene un momento de lucidez. Mira los ojos de Alejandro, descubre la genialidad en ellos y sonríe.
La chica anoréxica comienza a gritar, se tira del pelo, grita y grita, cada vez más. Alejandro está inmóvil en el suelo y no puede dejar de mirar a Leopoldo hasta que siente cómo 40 kilos de huesos caen sobre él. Todo pasa muy rápido, los golpes y arañazos. Al abrir los ojos, ve la mano de Carlos que le ayuda a ponerse en pie.
Leopoldo ha desaparecido y en el suelo hay algo parecido a una rayuela roja.