Yo no quería saberlo pero entró en la cocina y me preguntó con una voz diminuta:
-¿Por qué siempre me hago cortes sin querer?
Entonces ya no tuve escapatoria. La miré desde abajo, con las rodillas en el suelo, cerrando con un nudo el paño blanco para que no se escapase ni un solo cubito de hielo. Todos estaban fuera, al sol de la terraza, esperando los mojitos.
Ella estaba descalza frente a mí, llevaba una camiseta casi transparente con flores rosas que hacía las veces de vestido, con un lazo de raso atado a la cintura. Sabía que sus secretos estaban a mi merced, que podría preguntarle cualquier cosa, que no importaba la locura que se me ocurriera pedirle en ese momento. Ella obedecería ciegamente.
Confiaba en mí.
-¿Me pasas eso?- pregunté señalando el rodillo de amasar. -Vente, vamos a romper el hielo.
Sujeté la bolsa por el nudo y golpeé muy fuerte.
-¿Qué tipo de cortes?-dije sin mirar, pasándole el rodillo. Ella golpeó la bolsa un par de veces, en silencio.
-Cortes de papel. Incluso cortes con el pelo o con el arpa del violín. Finos y profundos. Me duelen mucho.
Me enseñó las manos. Eran pequeñas, con dedos largos. Un día me había contado que por eso tocaba el violín, porque alguien le había dicho a su padre que tenía los dedos perfectos para hacerlo. Ahora estaban llenas de pequeñas líneas que iban del rojo al color carne cambiando su profundidad por relieve.
-¿Cómo es tocar el violín?- La miré fijamente, ella golpeó con más fuerza.
-Duele. Cuando tocas, te duele todo el cuerpo: la espalda, las manos, te duele la cara, las piernas. Cualquier melodía entra y sale del cuerpo como si estuviese compuesta por agujas.
-¿Por qué no dejas de tocar si tanto duele?
-No me molesta ese dolor. Es distinto a los demás. Se parece a una ducha helada en medio de un día de terral. -Dijo mientras seguía golpeando el hielo.
El paño comenzó a humedecerse. La forma de la improvisada bolsa se había vuelto mucho más maleable.
-Creo que ya está. -Le dije. -Ahora hay que mezclarlo con hierbabuena. -Empecé a desatar el nudo.
Ella soltó el rodillo a un lado, cogió un ramillete de hierbabuena y se volvió a sentar. Puso las piernas dobladas en uve doble. Yo empecé a mezclar el ron con azúcar moreno. Alejandro entró en la cocina y la miró, seguramente su postura le trajo recuerdos que le hicieron olvidar a qué había venido. Sin decir nada, se dio media vuelta y salió de la cocina, entornando la puerta.
La vi ruborizarse, sus manos temblaban como la cuerda de un violín. Cogí la mitad de la hierbabuena y un par de cuchillos.
-Vamos a cortar esto antes de que se derrita más el hielo.