A veces, cuando muevo el té de mi taza, pasa una bandada de patos dividida por la cucharilla, y deseo que a nadie se le ocurra preguntarme qué estoy mirando porque, si digo la verdad, pensaría que tengo muchos pajaritos en la cabeza. Lo curioso es que los patos solo pasan cuando pasa algo más y así se pasan las horas, se pasa el arroz, lo pasamos por alto o añadimos piñones, curry y unas pasas; fácil, ¿no?
Y después de tanto paseo, me siento bajo un árbol en el salón a mirar cómo las palomas comen cáscaras de pipas en el suelo de mármol, aquí, en medio de Tuset Street, a finales de otoño y sin calefacción. Ahora se forma un nubarrón en el techo y quiero que vengas a cantar bajo la lluvia, pero no, esto no es París, Texas ni Nueva York, así que quito el tapón de la bañera y se van los patos por el desagüe. Se van enteros, con sus patas y sus plumas, con sus gafas de bucear y sus tubos de plástico. Se van del todo y conforme desaparecen, un recuerdo llena toda la calle, un recuerdo que permanece como la brisa, que mueve las hojas, tira algún cartel y luego se marcha también.